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sábado, 13 de abril de 2013

Insinuar

No puedo más que leer esa frase una y otra vez, sin saciarme nunca por completo; siento que cada palabra se funde con la anterior y la siguiente, creando esa unidad, de aparente simplicidad, que abraza a los máximos dogmas de nuestro mundo. No me lo puedo creer. ¿Quién lo ha escrito? Y tras esa pregunta cedo de nuevo, con total sumisión, a ese lirismo oculto, atándome a esa encanto velado que hay tras cada palabra.
¿Estoy delirando o hay una belleza perenne en esta composición? ¿Es frívola o trascendental? Mis manos vibran tenuemente al sostener el fragmento irregular de papel, que plasma en un trazo horizontal:

"Insinuar no es mostrar, es saber cuándo detener el desarrollo de un desnudo"

Suspiro. Tomo un trago de café. Dejo la taza y el papel juntos, en la mesa. ¿Quién ha escrito esto? Me recojo el pelo, los flecos que caen desiguales sobre mi frente, en una coleta. Río a carcajadas en mi habitación; por la casa me escucho duplicada, ligera: es ambiguo, eso lo hace aún más valioso; muta con cada ánimo y cada comprensión lectora. La persona que escribió esto ha sabido vislumbrar lo común en el caos que impera en nuestra vida. Y ese papel que está encima de la mesa, lo he encontrado esta tarde en la calle.

El mundo es maravilloso, o, al menos, en este continúo morir sin devenir de la gente, algo nace. Y es increíble con qué asiduidad, lo bello, nace de lo menos inherente a la belleza; algo tan superfluo, en nuestros tiempos, como un trozo de papel. Esta frase se extiende al infinito,e incluso diría que es capaz de envolverlo. Es un axioma, de eso estoy segura ahora. Me río y escucho de nuevo mis ecos: es la imaginación, no define nada carnal ni intrínsecamente artístico, define la idea de imaginación.

Por ejemplo: recuerdo una imagen nítida, de la que aún reconozco las formas, colores, olores y voces...es de esas imágenes que son un viaje al pasado; no lo recuerdas, estás allí. Eran dos amigas peleando, en el colegio. Las vi a lo lejos e, inmediatamente, pensé que los aspavientos que hacían no eran más que juegos. Se encontraban bajo un techo de hormigón, sostenido por una hilera de columnas que se perdían hacia el centro, en el patio del colegio. Comencé a andar hacia ellas  hasta que, a unos tres metros, pude ver cómo una tenía un manojo de pelos en su mano, apretados en un puño; la otra lloraba y se tanteaba el cráneo justo encima de la nuca, el rostro encolerizado. En este punto fue cuando sentí que tenía que aguantar la respiración, no por miedo, compasión o asombro, sino para que ninguna de ellas se girase hacia mí y supiera que las estaba observando. Oprimí mi pecho desde el esternón a los pulmones, abrí los ojos hasta que toparon con mi frente, para contemplar cómo la violencia desatada e infantil ponía orden.

Lo recuerdo tan bien...ella se apoyó en una de las columnas, enseñando el trofeo en forma de hebras, que sostenía en su mano cerrada. Sonreía pletórica. La otra chica plantó un pie hacia atrás, dejó de palpar su cráneo y distendió la expresión de su cara hasta resultar completamente inexpresiva. La que sostenía el manojo de pelos se inclinó para burlarse de ella, quedando su cara oculta tras la columna. Su rival, inexpresiva, tensó los labios y cerró su puño izquierdo.

El puño que sostenía el manojo de pelos se abrió y comenzaron a flotar en el aire; ella intentó apartarse, pero sólo pudo tantear el aire a sus espaldas: la chica inexpresiva arremetió en dirección a la columna y, justo cuando su codo quedaba escondido tras ella, se frenó de golpe en su trayectoria y escuché un golpe seco.

En mi cabeza pude ver proyecciones de dientes quebrándose,  una garganta contrayéndose, exhalando una bocanada; pude sentir cómo los nudillos intentaban formar una depresión en la frente de la víctima y cómo, en cambio, sólo conseguía hacer vibrar el cráneo, hasta sentir que se difuminaba todo; y por último, la caída.

Mi amiga, la victoriosa, miró su nudillo y luego a su rival tendida en el suelo; por último a mí.


Todo quedó escrito con tantos detalles y firmeza por el simple hecho de no existir. Nunca pude ver cómo se resolvió esa pelea, con el golpe final de gracia; sin embargo, lo vi. Esta frase que he encontrado hoy paseando, este papel, son ese recuerdo. Esa capacidad que tenemos, todos, de pensar en la muerte cuando sólo hay sombras, o de creer en los dioses cuando sólo titilan estrellas. Es insinuar, en su completo sentido, despojado exclusivamente de la carne, para volver al espacio de la mente. La naturaleza que nos empuja a percibir con sinapsis y proyecciones etéreas. A ver lo que no existe.








miércoles, 13 de marzo de 2013

Magia

Hoy he recordado un evento muy curioso que sucedió... sí, unos días antes del fin del verano. Han emergido repentinamente, en mi ánimo, dos sentimientos que creía soterrados hacía tiempo ya sobre este suceso: una profunda melancolía y la ansiedad abrumadora de la rutina. El caso es que, en el resto del día, no he podido pensar en otra cosa; y aquí estoy, escribiendo unas crónicas para desollar ese pitido que me constriñe.

Como decía, era verano, aunque poco quedaba de él realmente. La gente andaba ya decaída, pero no por el calor, y sudaba copiosamente, sin que el sol fuera la causa. Se encontraba mi ciudad en ese estado de transición amarga, tan propia del fin de unas vacaciones prolongadas; ese letargo de caras lacias y movimientos que no trazaban un arco completo en el aire.

En ese entorno me encontraba yo, y no ajeno a él, debo decir; yo era una de esas figuras de las que hablo. Me encontraba en una alameda, sentada en un banco de madera. Me coloqué cerca de su borde, para no caer en la tentación de apoyarme en el respaldo y abandonarme al sopor de la tarde. Aquel asiento no emitía ningún crujido ni ofrecía resistencia alguna, se asemejaba más a un colchón con olor a resina que a cuatro tablas cruzadas y remachadas. Aunque mi mente tenía estas disertaciones sobre la plasticidad del banco, sin fin ni acuerdo, mi cuerpo lo tenía bastante claro: cerré los ojos y me arrellané cómodamente, descalzándome.

Cuando el zumbido de mi mente quedó, por fin, solapado por completo, otro llegó, desde mi oreja derecha, real. Abrí los ojos. ¿Quién o qué era el causante de ese ruido?... Me recompuse y busqué en derredor... cuando pude ver el brillo diáfano de unas diminutas alas de insecto: había una avispa cerca de mis pies descubiertos, a un metro de distancia. Instintivamente me incliné para contemplar mejor la situación, ya que el escenario que presentaba aquel día en su conjunto y esos personajes que estaba viendo ahora, en concreto, no eran nada comunes:
En el suelo se presentaba la corteza irregular de una rodaja de melón, apoyada sobre el dorso. A la derecha una avispa bermeja, a la izquierda un escarabajo negro, mate.

Negro, verde y amarillo: el escarabajo y la avispa luchaban por ese gran trofeo jugoso, cada uno en un extremo, sin un enfrentamiento directo con el adversario. Aferrando con arrojo y valentía aquella rodaja exánime, sin aparente valor. Negro, verde y amarillo: La conjunción de esos colores consiguió atarme a una magia inherente a ellos, como si fuese un cuadro vivo, cuyo lienzo estaba enmarcado por el rango de mi visión. Aquella escena se desarrollaba sin movimiento aparente, pero con una lucha y dinámica de reflejos, luces y pequeños gestos, que me hacía sentir inexplicablemente conmocionada y sensible a cualquier cambio.

Todo parecía estático y entonces, ¡una extremidad de la avispa se deslizaba un milímetro en el suelo! El escarabajo parecía a punto de ceder, cuando... ¡un brillo en sus ojos!, ¡aquellas perlas negras destellaban y las pinzas bucales aferraban con decisión la rodaja! Esta representación pictórica, con los destellos apagados del escarabajo y el vibrante rútilo de la avispa, me tenían extasiada a niveles trascendentales, cósmicos y, en definitiva, de un gran calado en mis entrañas.
Casi podía sentir el horizonte de aquel cuadro, palpar una explosión inminente. Coleópteros contra himenópteros: sólo uno podría alzarse con la victoria. 

Y entonces plof. Sí, "plof". Tardé varios segundos en asimilarlo, quizás minutos. Aquella disposición cromática parecía ahora un cuadro de mal gusto, dispuesto por un pincel pésimo y denigrante: alguien había pisado, machacado, el escenario sin siquiera darse cuenta (escarabajo, rodaja y avispa). Y digo bien "alguien", porque no supe, ni nunca sabré, qué pie creó esa discordia y dejó un vacío eterno en mi estómago.  La magia había terminado.

Con dificultad, desorientada, pude ser consciente de nuevo de mi existencia. Quise alejarme entonces de esas plastas licuadas, que se derretían en el suelo, que antes habían tenido tanta magia y agitación en su estatismo; sin embargo me acerqué para observar con detalle, para tantear algún resto del hechizo. Aparté la rodaja bajo la que habian quedado sepultados los dos gladiadores. Y allí estaban: mutilados, grotescos...y abrazados. Las pequeñas patitas de los dos insectos se unían y buscaban el cuerpo del otro entre ese desorden de jugos,entrañas y miembros esparcidos. Sin entender muy bien qué estaba viendo, me levanté y me fui.

Fue entonces cuando, en el camino hacia mi casa, pude tener una revelación cognitiva, crucial, sobre lo que había sucedido: la avispa y el escarabajo no estaban luchando por la rodaja; lo que ellos querían era dividirla. Compartirla. La avispa había visto los problemas del escarabajo en la distancia, por lidiar con esa titánica rodaja, y había acudido en su ayuda a cambio de una parte del botín. Y al final todo había acabado en nada. Ni rodaja, ni coleópteros, ni magia estática. 

Con el peso de estas revelaciones llegué a mi casa y me desnudé por completo ante un calor cada vez más sofocante. Me derrumbé en mi cama e inmediatamente tuve la sensación de que ya no era tan confortable como antes. No era el calor, tampoco había cambiado en nada la plasticidad de mi colchón... pero no pude, no pude descansar. Cerré los ojos, eso sí, pero en todo el tiempo que me quedé esa tarde en penumbras, tumbada en mi habitación, desnuda, no pude dejar de pensar en la volatilidad de esa magia. En lo complejo que es crearla en el estatismo ingenuo, en lo rutinario, y lo asombrosamente fácil que era destruirla con el movimiento, con la inercia indiferente.


sábado, 9 de marzo de 2013

Acariciando muy fuerte mi culo

La ducha: Cuando salgo de ese sopor tan cálido y ebrio, no tengo mayor placer en mi condición desnuda y fofa que frotar con violencia mi trasero. Probadlo, es increíble que algo tan infantil y vulgar pueda producir tal gozo. Mi boca enseguida desborda saliva y gotea en el mármol del suelo, cediendo a la gravedad, cayendo por la leve abertura de mis labios.

Debo admitir que a veces, esta práctica velada para mis allegados, es doblemente satisfactoria: cuando me preguntan qué hago tanto tiempo encerrado en el baño, sin dejar de frotar mi culo, respondo con una mentira intuitiva que brota atravesando la saliva a borbotones. El riesgo y reto de mentir mientras se siente tal candidez del alma es difícil de mantener. La práctica oculta se convierte en un ritual entonces, y mi culo espera con más avidez la próxima puesta en acción. Temblequea como un flan de vainilla y nueces, listo para recibir el lametón de mis palmas rigurosas en su cometido.

El culo es maltratado durante todo el día y sólo en esos momentos de lucidez y revelación húmeda, que se dan en la ducha, puede una persona saborear estas verdades universales, tan subrepticiamente guardadas en nuestros anhelos:

Frotaos el culo en ese momento con más fuerza que nunca, como si mañana se os fuera a caer.